martes, 31 de mayo de 2016

San Juan

Llevé a la Pequeña otra a San Juan del Río. Fuimos para estar los dos solos, para nadar en el balneario a donde yo iba de niño, para visitar la casa (ahora vacía) donde vivieron sus bisabuelos durante muchos años. La casa donde yo dormía, comía, jugaba, bebía y fui consentidísimo durante toda mi infancia y adolescencia. Hacía años que yo no entraba a ese lugar que era mi casa, una especie de abrazo y de refugio. Con el corazón latiendo fuerte, entramos por el viejo zaguán, caminamos por el patio y por las habitaciones vacías. Todo estaba poblado de recuerdos. Por acá, la cocina donde mi abuela hacía pastes y tamales, más allá, la carpintería de mi abuelo. La pequeña Otra cantó en la habitación donde murió mi abuela porque allí había mucho eco. Más tarde nos sentamos en el patio, frente a la puerta, y le conté historias de aquella casa y de nosotros en ella. Siguen allí algunos árboles de entonces. Frente a nosotros, el limonero. Verde, esbelto, pero sin frutos, quizá por la época del año. Cuando estábamos por irnos, vimos que tirado a los pies del árbol había un único limón. Sólo uno. Grande, luminoso, perfecto. La pequeña Otra lo tomó y decidimos hacer con él una limonada cuando llegáramos a México. Y eso hicimos al volver: dos vasos de limonada con ese limón sobreviviente que encontramos en el patio de casa de los abuelos. La pequeña Otra tomó un par de tragos y dijo: "Está buena. Sabe a San Juan del Río". Y sí, a eso sabía.