jueves, 7 de agosto de 2014

Requiem

Un día busqué mi cantina para comer la deliciosa paella de los sábados... y no estaba allí. La puerta cerrada y un ominoso letrero de "Se renta" ensuciaban su fachada. Unos días después vi la puerta abierta y me acerqué a preguntar. Me encontré a unos trabajadores destruyéndola a punta de mazo. Nada quedaba ya de mi cantina: ni las columnas, ni la barra donde los señores jugaban cubilete entre risas broncas, ni las televisiones donde tantos partidos de futbol, ni los barcos de madera polvosos. Nada, pero sobre todo, nadie. Porque esos trabajadores que profanaban el lugar eran nadie. Faltaban todos: el cocinero calvo que hacía magia en la paellera y que me dio la receta de la salsa ranchera; Rubén, el capitán de copete brillante que preparaba la mejor carne tártara del mundo; los meseros, y sobre todo, los parroquianos de siempre. ¿Qué será de ellos? ¿Dónde se reunirán? El siempre-triste ante su inacabada copa de vino, el doctor de suaves movimientos, el señor chueco que me regalaba aguacates, el hombre amable y de lentes que me preguntaba por el libro que leía... y los demás, todos ellos. Y es que una cantina es mucho más que el espacio que ocupa. Es sobre todo la gente que come, bebe, habla, ríe allí; es las historias que allí se cuentan; es el complejo entramado de relaciones y vínculos que de algún modo te hacen sentir parte de algo. Extraño mi cantina, extraño su comida y especialmente extraño a los hombres, casi todos mayores, que se reunían allí como feligreses de ese rito hermoso que, cada vez menos pero aún, se celebra en las cantinas.

2 comentarios:

Mariangel dijo...

Vaya forma de describir un lugar y la añoranza que me dejas aún sin conocerlo.

Mariangel dijo...

Vaya forma de describir un lugar y la añoranza que me dejas aún sin conocerlo.