sábado, 17 de enero de 2009

Elizabeth Costello y las ranas


“¿Será este el momento en que le dicen que la puerta está destinada a ella y a nadie más que a ella, y que además el destino de ella es no cruzarla nunca?”

Me gustan los libros que me hacen preguntas sin darme respuestas, que me cuestionan y me inquietan. Libros que me descolocan y me hacen dudar.
“Elizabeth Costello”, la novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee, me ha llenado de preguntas. Preguntas que se hace este entrañable y extraño personaje, esta anciana escritora, para las que no tiene respuesta. Como esa puerta que es sólo suya y por la que sin embargo, no podrá cruzar.

¿Hay libros que no debieron ser escritos nunca, libros que hacen daño a quien los escribe?
¿Qué efecto tiene en el alma de una persona pasarse la vida tallando una y otra vez la imagen de un hombre crucificado?
¿La firme fe o la belleza frágil?
¿Mostrar los pechos a un hombre moribundo puede ser un acto de caridad? ¿Hay algo más humanamente hermoso que los pechos de una mujer?
¿Nos envidian los dioses? ¿Miran secretamente nuestra entrepierna llenos de curiosidad y envidia porque vivimos con más ansia e intensidad que ellos?
Y sobre todo: ¿en qué creer? ¿en qué creo verdaderamente?

Elizabeth, la vieja escritora, no sabe qué contestar. Siempre duda (y por eso me gusta tanto). Su respuesta final me maravilla, Otro. Hoy me quedo con ella:
“¿En qué creo? Creo en esas ranas diminutas. No estoy segura en dónde estoy ahora mismo, en mi edad anciana (…) Pero el continente australiano, en donde yo vine al mundo chillando y pataleando, es real. El río y sus marismas son reales, las ranas son reales. Existen independientemente de que yo les hable a ustedes de ellas o no.
Es debido a la indiferencia de esas ranas diminutas hacia lo que yo crea, es debido a su indiferencia hacia mí que yo creo en ellas”

domingo, 4 de enero de 2009

la primera


Ocurrió hoy, hace apenas un par de horas.
Mi Otra y yo jugábamos con la pequeña Otra, tumbados en el suelo entre cojines. Yo me puse unos muñequitos en la cabeza y fingía estornudar para que los muñequitos cayeran.
La pequeña miraba aquello fascinada, y de pronto... su risa, su primera verdadera carcajada.
Lo repetí dos, cuatro, diez veces y cada vez volvia a reìr, ya no sólo con los ojos y con la sonrisa. Esta vez su risa alcanzaba nuestros oídos.
Y era un canto, una música, un trino.

Como siempre mis palabras son insuficientes y pobres, así que convoco a Miguel Hernández y su poesía de tierra.
Solo diré que mientras mi Otra lloraba y yo casi, deseaba con toda el alma que esta risa sea la primera de miles, que se le vuelva cotidiana como el amanecer, que haga nido en su boca.

"... Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor..."

(Miguel Hernández)

viernes, 2 de enero de 2009

las huellas


"... a ti que me has creado
y eres mi tiempo junto y mi alegría,
a ti quiero decirte una palabra sola:
nacer,
ese es tu nombre"

(Luis Rosales)

Quedó atrás otro año, y en él aún están frescas las huellas que dejamos.
Para muchas personas cercanas y queridas fue un año doloroso, a veces cruel, que dejó heridas hondas.
Mi experiencia, Otro, ha sido diferente. No diré que fue un año de cambios, sería poco. Fue un año de transformación y de profundo aprendizaje.
Nada más importante que la llegada de la pequeña Otra, nada más luminoso.

Aprendí a hacer de mis brazos una cuna y de mi voz un arrullo.
Aprendí mucho sobre marcas y tipos de pañales... y sobre su contenido.
Aprendí cuánto se debe hervir una verdura para hacer papilla.
Aprendí que la leche materna es un agua dulce y tibia y en cambio la fórmula es casi siempre asquerosa.
Aprendí que muchos fabricantes de ropa para bebé nunca han tenido uno.
Aprendí a dormir a las diez de la noche y a despertar poco después de las siete de la mañana, incluyendo domingos y días festivos.
Aprendí cual es la temperatura ideal en su bañera.
Aprendí a hacer las tareas cotidianas con total sigilo, como una sombra.
Aprendí las modulaciones que distinguen diferentes tipos de llanto.
Aprendí a contar cuentos, hacer representaciones, gestos y bailables con el único fin de conseguir una sonrisa.
Aprendí a querer y a hacer parte de mis días a Wanda la ballena, Bartolo el mono habanero, el Pato sucio, la Mosca, el Mono Pastejé, Don Pimpirulando, la Burrita, los dos gatos que se suben a la luna, la osa Kalú, la conejita Miffy...
Aprendí que cada noche hay un cuento dentro de sus pestañas.
Aprendí que los elefantes hacen "Bralú... bralú"
Aprendí que mi dolor es nada comparado con el suyo.
Aprendí de nuevo a contemplar, a estar absorto, a llorar.
Aprendí a detener mi ayuda para que aprenda a girar sola.
Aprendí a abrazar con toda mi alma cuando toca la vacuna.
Aprendí que por más cerca que esté hay algo entre mis dos Otras que me es inaccesible.
Aprendí, en fin, que el corazón, ese músculo infatigable del tamaño del puño, puede hincharse, expandirse y ampliarse, hasta abarcar el infinito