martes, 22 de diciembre de 2020

Solenoide.



Hay novelas que son más que una novela. Son una catedral, una sinfonía, un cataclismo. Solenoide, del novelista rumano Mircea Cartarescu es eso y más. No hay página en que no me pregunte cómo logra eso: esa perfección, esa belleza, esa desmesura.

¿De qué trata? Imposible decirlo. Un profesor de secundaria en la Bucarest de Ceausescu. Todo es gris y decrépito, todo es triste y pobre. Y es allí, en esa ciudad en ruinas donde a cada paso suceden las cosas más extrañas, inimaginables, espantosas, absurdas. Todo es posible en medio de la grisura: dormir flotando en el aire, encontrar objetos de otros mundos, cruzarse con la mujer más hermosa del mundo que tendrá a su vez a una mujer el doble de bella, descubrir los tubos que succionan todo el dolor, toda la angustia, toda la aflicción humanas para alimentar a unos seres infraterrestres, encontrar ombligos gigantes, volverse ácaro que intenta predicar la verdad a otros ácaros...

Cartarescu lleva la imaginación al límite, pero lo hace con un lenguaje de una belleza que asusta, que puede volverte loco. Ochocientas páginas que te estallan en el cerebro y en el alma. Y en medio de todo, la ternura posible, la única verdad que vale la pena: elegir salvar al recién nacido y no a la mayor obra de arte que haya existido. 

Cartarescu es inalcanzable como la imagen de Bucarest desprendiéndose de la tierra y perdiéndose en el cielo.

Crepuscular



Estuve un par de días, en la cabaña del bosque, con la Pequeña Otra. Solos. Disfrutamos cada momento, reímos, jugamos, comimos delicioso. Tiene doce años ya, su cuerpo se transforma, la pubertad está allí y sin embargo quiso jugar como siempre, a los que jugamos desde hace años: esos títeres de changos que han adquirido personalidad propia. 

¿Cómo es que aún desea jugar conmigo? Se entrega al juego mientras ambos reímos e inventamos cosas. Y siento, no puedo evitarlo, que pronto dejaremos de hacerlo. ¿Una adolescente jugando a los changos? No lo creo. Así que mientras tanto abrazo cada segundo.

Por la noche, en el frío, dormimos juntos. Esa puberta de doce años se hace bolita bajo las cobijas, se me enreda, me abraza, pone su cara en mi pecho mientras duerme, y yo siento que su corazón palpita junto al mío. Despierto por momentos, la siento junto a mí y vuelvo a dormir, agradeciendo al Misterio por poder estar juntos así, todavía.