No había oído de Marilynne Robinson, ignorante de mí. Se trata de una de las mayores escritoras estadounidenses. Es una de esas escritoras que decide poner su mirada y su palabra en un lugar pequeño y en sus pequeñas personas. Tres de sus novelas tratan de las vidas de un par de familias en un pequeño pueblo religioso en Iowa
Gilead se llama el pueblo y esta novela. En ella, el reverendo John Ames, escribe una carta a su hijo. Si últimamente he pensado en la mirada crepuscular, esta hermosa novela es un ejemplo de ella. Ames es viejo, la muerte no está lejos, y desde allí mira y habla. Su mirada y su palabra están llenas de una compasión y un asombro conmovedores en donde los pequeños detalles son fundamentales. El reverendo se asombra de la pequeña belleza del mundo, de su mujer, de su hijo, de la pradera y da una lección de Teología con cada uno de sus actos. Robinson presta sus ojos para mirar lo sagrado en lo cotidiano. Sutil, terreno, bellísimo.
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