miércoles, 22 de diciembre de 2021

 


¿Quién es ella, que no para de cambiar, de crecer, de ser otra siendo la misma? Yo la miro absorto, fascinado por su transformación, cuerpo ya no de niña, más Giacometti cada día, toda brazos y piernas, toda boca poblada de palabras nuevas, toda ojos que no dejan de asombrarse. Pero si apenas ayer me cabía en los brazos, pienso, y una nostalgia salvaje se me trepa por el pecho. Ya no me cabe, se me derrama. Cambia su cuerpo, su mente, su sentido del humor al que le sale filo, su lenguaje al que le brotan hojas, su mundo dentro.

Púber, adolescente, animal salvaje, marea convocada por la luna. ¿Cómo se le llama a esto que le pasa y al pasarle nos pasa?

Y sin embargo.

Sin embargo.

Se agarra a los restos de su infancia como el náufrago al tablón. No solo eso: me invita a ese deslumbramiento, a despedirnos juntos de ese destello. Lo busca una y otra vez: quedarnos solos. En cuanto eso ocurre (porque vamos en coche hacia su escuela, porque caminamos hacia la papelería, porque nos bañamos juntos) inicia nuestro juego, ese mismo que hemos jugado una y otra vez, desde sus cinco años. Las changos. Tata y Tete. Nadie les gana a traviesos, nadie se salva, su imaginación para las fechorías es infinita. Son inseparables pero pelean todo el tiempo, duermen hechos nudo pero se ofenden con solo mirarse. Son nosotros y no lo son. Son la imaginación desbordada, el reto que mi hija me lanza cada día: “A ver si aún eres capaz de convocar mi infancia”. Y yo voy, cansado a veces, cargado de mundo, voy. Unos segundos después, allí está, palpitante. Y ambos dentro del juego, riendo, inventando, llegando más allá que la vez anterior. Soy Tata, un mono morado, un poco sucio, incansablemente travieso. Ella es Tete, el hermano menor, quien lo ha superado en las travesuras, el único chango que obtuvo una calificación de menos dieciséis en conducta. Una niña de trece y un niño de cincuenta y tres. Un territorio solo nuestro: su infancia, la mía con la suya.

¿Cuánto tiempo más? Se le desmigaja la infancia, inevitablemente. Aunque se aferra a ella un día será derrotada, como nos ha ocurrido a todos. Pero con su infancia se deshilacha la mía. Es que lo que quedaba de mi niñez (que creía perdida) volvió a asomarse por la niñez de mi hija. Por eso Tata y Tete, por eso las películas, por eso las luchas.

Cuando la infancia de mi hija se apague se apagará también la mía, ese pedacito que ella convocó, la que hizo renacer desde sus brasas.

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