Murió hace unos días. La he leído poco, pero eso poco fue sorprendente, una lección de escritura. Didion fue una escritora, y decirlo parece una obviedad. Me refiero no solo a que escribiera novelas y reportajes sino a mucho más: fue alguien que no podía no escribir, que transformaba lo que veía y sentía y padecía en escritura, como si no pudiera evitarlo. Hay dos ejemplos brutales de eso: El año del pensamiento mágico, donde vuelve escritura la muerte de su pareja de toda la vida, y Noches azules, donde vuelve escritura la muerte de su hija. En lugar de enloquecer o apagarse o morir, escribió, porque no podía hacer otra cosa. Joan Didion, escritora.
lunes, 27 de diciembre de 2021
miércoles, 22 de diciembre de 2021
El corazón del daño.
Es como si estuviera herido por el libro. ¿Qué es? ¿Novela? ¿Memoria? ¿Poesía? Todo eso y nada de eso. Es, eso sí, un ajuste de cuentas con ella misma, un hurgar en la herida, la confirmación de una poética siempre en rebelión.
Es, como todo lo escrito por María Negroni, una exploración a través del lenguaje. De todo. De la vida, del ser hija, de la madre, del crecer, de la escritura y sus orígenes. Es uno de esos libros que me resultan inalcanzables de tan hermosos, de tan perfectos, de tan crueles. Escribe como si no tuviera miedo, aunque dice tenerlo. ¿De qué trata? Quizá de cómo el vínculo doloroso con la madre se convierte en su escritura, en escritura para no ser devorada.
Un libro que solo una poeta como María Negroni podría escribir. Que muerde y deslumbra al mismo tiempo.
¿Quién
es ella, que no para de cambiar, de crecer, de ser otra siendo la misma? Yo la
miro absorto, fascinado por su transformación, cuerpo ya no de niña, más
Giacometti cada día, toda brazos y piernas, toda boca poblada de palabras
nuevas, toda ojos que no dejan de asombrarse. Pero si apenas ayer me cabía en
los brazos, pienso, y una nostalgia salvaje se me trepa por el pecho. Ya no me
cabe, se me derrama. Cambia su cuerpo, su mente, su sentido del humor al que le
sale filo, su lenguaje al que le brotan hojas, su mundo dentro.
Púber,
adolescente, animal salvaje, marea convocada por la luna. ¿Cómo se le llama a
esto que le pasa y al pasarle nos pasa?
Y
sin embargo.
Sin
embargo.
Se
agarra a los restos de su infancia como el náufrago al tablón. No solo eso: me
invita a ese deslumbramiento, a despedirnos juntos de ese destello. Lo busca
una y otra vez: quedarnos solos. En cuanto eso ocurre (porque vamos en coche
hacia su escuela, porque caminamos hacia la papelería, porque nos bañamos
juntos) inicia nuestro juego, ese mismo que hemos jugado una y otra vez, desde
sus cinco años. Las changos. Tata y Tete. Nadie les gana a traviesos, nadie se
salva, su imaginación para las fechorías es infinita. Son inseparables pero
pelean todo el tiempo, duermen hechos nudo pero se ofenden con solo mirarse.
Son nosotros y no lo son. Son la imaginación desbordada, el reto que mi hija me
lanza cada día: “A ver si aún eres capaz de convocar mi infancia”. Y yo voy,
cansado a veces, cargado de mundo, voy. Unos segundos después, allí está, palpitante.
Y ambos dentro del juego, riendo, inventando, llegando más allá que la vez
anterior. Soy Tata, un mono morado, un poco sucio, incansablemente travieso.
Ella es Tete, el hermano menor, quien lo ha superado en las travesuras, el
único chango que obtuvo una calificación de menos dieciséis en conducta. Una
niña de trece y un niño de cincuenta y tres. Un territorio solo nuestro: su
infancia, la mía con la suya.
¿Cuánto
tiempo más? Se le desmigaja la infancia, inevitablemente. Aunque se aferra a
ella un día será derrotada, como nos ha ocurrido a todos. Pero con su infancia
se deshilacha la mía. Es que lo que quedaba de mi niñez (que creía perdida)
volvió a asomarse por la niñez de mi hija. Por eso Tata y Tete, por eso las
películas, por eso las luchas.
Cuando
la infancia de mi hija se apague se apagará también la mía, ese pedacito que
ella convocó, la que hizo renacer desde sus brasas.
miércoles, 1 de diciembre de 2021
Canto yo y la montaña baila.
¿De qué trata la novela? No hay una historia lineal, no hay un hilo conductor y si lo hay es leve, se evapora en cuanto tratas de seguirlo. Es que más que una historia, Irene Solá cuenta un lugar y elige hacerlo desde muchas miradas y desde muchas voces, desde muchos tiempos. Se arriesga a dar voz a lo que no suele tenerla y eso hace que su novela sea conmovedora. Hablan las personas, sí, personas sencillas, extrañas, tiernas. pero también da voz a las cosas: habla un relámpago, hablan los corzos, hablan los hongos que se apuran a crecer con la lluvia. Todo, en la novela de Solá, tiene voz, y con esas voces múltiples va tejiendo una especie de poema que se parece a la vida.